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domingo, 20 de mayo de 2018


LA POESÍA PÓSTUMA DE PABLO NERUDA: VIAJE AL INTERIOR DE SÍ MISMO

Oswaldo Rodríguez P.

                              “Si nada nos salva de la muerte,
Al menos que el amor nos salve de la vida”.
                Pablo Neruda

El epígrafe que encabeza esta conferencia nos habla de la estrecha relación que existe entre el tema de la muerte y el sentimiento del amor en la poesía nerudiana. Quién no recuerda, p.e., aquellos versos juveniles del romántico poeta veinteañero que aparecen en sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada(1924): “Me gustas cuando callas porque estás como ausente,/ y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca./ Parece que los ojos se te hubieran volado/ y parece que un beso te cerrara la boca…” O bien, los versos de amor que el poeta, hombre ya maduro, le dedica a Matilde Urrutia en sus Cien sonetos de amor (1969):
Cuando yo muera quiero tus manos en mis ojos:
quiero la luz y el trigo de tus manos amadas
pasar una vez más sobre mí su frescura:
sentir la suavidad que cambió mi destino.
Quiero que vivas mientras yo, dormido, te espero,
quiero que tus oídos sigan oyendo el viento,
que huelas el aroma del mar que amamos juntos
y que sigas pisando la arena que pisamos…
Pese a la íntima relación entre el tema de la muerte y del amor, no hablaremos de la poesía amatoria de Neruda. Tampoco de la dimensión social, política o comprometida de su obra poética. Aspectos suficientemente estudiados por especialistas literarios y conocidos por el público en general. De los que nos interesa hablar aquí es de ese viaje al interior de sí mismo que emprende el poeta en su obra póstuma. Viaje indagatorio, reflexivo, esencial, motivado por la inquietud del escritor amenazado por la muerte, que se interroga sobre el sentido de la existencia humana y su propio fin.
Tal actitud interrogativa e indagatoria con la que el poeta se enfrenta al mundo, a la realidad externa y a la suya propia, no es nueva en la poesía de Neruda. Él mismo, en el capítulo titulado “Infancia y poesía” de sus Memorias que bajo el título de Confieso que he vivido se publica en 1974, recuerda al niño que sin ser poeta aún exploraba el bosque chileno de Temuco tratando de desvelar sus misterios. Pero, en esta última etapa de su producción poética, ya no es la curiosidad infantil la que motiva la interrogante, sino el esencial y angustioso intento del poeta por penetrar el misterio de la muerte constitutiva de la vida, la existencia del hombre condenado -desde que nace- a un destino perecedero.
Esta es la incógnita indescifrable que motiva la inquietud del poeta y determina el cauce reflexivo dominante en su obra póstuma. Lo sorprendente es que en ella se conjuga la expresión poética profundamente meditativa con la ironía, con el humor (negro, a veces), por medio del cual intenta exorcizar el dolor frente a lo irremediable. Si hay una etapa en la poesía anterior con la que se pueda comparar la obra póstuma de Neruda, esta es Residencia en la tierra (1935-1947), en la que la interrogante nerudiana se vuelve dramática expresión de incertidumbre frente al absurdo y el sinsentido de la existencia humana condicionada por la angustia, la soledad, la destrucción y la muerte. No es este el caso de España en el corazón, aquel poemario que Neruda escribió entre 1936 y 1937 conmovido por el holocausto fratricida de la Guerra Civil española, cuya 1ª edición se difundió entre los soldados del frente republicano. Lejos de la soledad y del ensimismamiento imperante en el ciclo residenciarlo, la poesía del escritor chileno es aquí expresión solidaria, denuncia, indignada interrogante sobre el origen del caos y explícita acusación a los causantes del sufrimiento y de la destrucción de la patria amada.
Tampoco el sentimiento de la muerte dominante en la poesía póstuma de Neruda se puede comparar con el que impera en el Canto General (1950), donde la muerte adquiere una dimensión épico-histórica En esta obra, una de las cumbres nerudianas, el poeta regresa a las raíces históricas de América, escarba los intersticios de las ruinas de Macchu Picchu para descubrir, en el fondo de aquellos vestigios, el dolor de su pueblo sometido, desde siempre, a la explotación, a la esclavitud, a las tiranías que niegan la vida e imponen el sufrimiento de su gente. En esta línea de compromiso social y político en la siguiente etapa poética -correspondiente al ciclo de las Odas elementales (1954, 56 y 57)- la muerte se ausenta de la poesía nerudiana, no tiene cabida en el mundo de fraternidad solidaria que construye el poeta para celebrar la vida sencilla del hombre común, del pueblo, con versos elementales que expresan lo familiar, lo cotidiano y que invitan a la conversación, a la camaradería.
Tal plenitud vitalista del poeta comprometido con la realidad de su pueblo en las Odas Elementales se conjuga con la gestación en esa época de una poética paralela que se manifiesta como íntima expresión personal a través del amor. Hecho que no es casual porque en aquellos años Neruda inicia su relación amorosa con Matilde Urrutia. Con ella se refugia en Capri para vivir el amor y es allí, en esa romántica isla italiana, donde se gestan sus libros Los versos del capitán (1952) y Las uvas y el viento (1954), antecedentes de sus Cien sonetos de Amor (1959), que también a Matilde, algunos de cuyos versos leímos al inicio de esta conferencia.
Si hay un libro en el que se conjuga la conciencia de la muerte y el sentimiento del amor este es, sin duda, Estravagario (1958). Libro de nombre extraño, extravagante, en el que se dan cita el dolor y el humor, como expresión de la inquietud nerudiana sobre su propio fin, precisamente ahora que vive la plenitud del amor. Tal incertidumbre sobre el incierto porvenir de la vida, siempre amenazada por la muerte, persistirá en toda su poesía póstuma hasta convertirse en una auténtica obsesión. Aunque en este libro, a diferencia de su obra póstuma, el poeta es capaz de enfrentarse con humor a la muerte bajo el amparo del amor y de fingir, incluso, su testamento, tal y como se puede ver en el poema “Testamento de otoño”, del cual leemos algunos fragmentos dedicados a su amada, a la que se dirige con nombre y apellido:
Matilde Urrutia, aquí te dejo
lo que tuve y lo que no tuve,
lo que soy y lo que no soy.
Mi amor es un niño que llora,
no quiere salir de tus brazos,
yo te lo dejo para siempre:
eres para mí la más bella.
(…)
Qué puedo dejarte si tienes,
Matilde Urrutia, en tu contacto
ese aroma de hojas quemadas,
esa fragancia de frutillas
y entre tus dos pechos marinos
el crepúsculo de Cauquenes
y el olor de peumo de Chile?
(…)
Te debo el otoño marino
con la humedad de las raíces,
y la niebla como una uva,
y el sol silvestre y elegante:
te debo este cajón callado
en que se pierden los dolores
y sólo suben a la frente
las corolas de la alegría.
Todo te lo debo a ti,
tórtola desencadenada,
mi codorniza copetona,
mi jilguero de las montañas,
mi campesina de Coihueco.
Alguna vez si ya no somos,
si ya no vamos ni venimos
bajo siete capas de polvo
y los pies secos de la muerte,
estaremos juntos, amor,
extrañamente confundidos.
Nuestras espinas diferentes,
nuestros ojos maleducados,
nuestros pies que no se encontraban
y nuestros besos indelebles,
todo estará por fin reunido,
pero de qué nos servirá
la unidad de un cementerio?
Que no nos separe la vida
y se vaya al diablo la muerte!
Sin duda, desde la plenitud del amor el poeta puede mandar al diablo a la muerte, alejarla de su existencia como una presencia inadmisible, pero la inquietud nerudiana sobre el paso del tiempo que consume la existencia persiste y se hace aún más intensa en aquellos momentos en que el poeta se aferra más a la vida. Progresivamente, su poesía se hace dolorida expresión de incertidumbre respecto de su propio fin y sobre el incierto futuro de la humanidad, tal y como sucede en sus libros Geografía infructuosa (1972) y Fin de mundo (1969), respectivamente.
Nos encontramos en los prolegómenos de la poesía póstuma de Neruda, concebida como un esencial viaje indagatorio al interior de sí mismo. El poeta era embajador de Chile en Francia cuando en 1971, precisamente el mismo año en que se le concede el Premio Nobel de Literatura, comienzan los primeros síntomas de la enfermedad que lo conduce a la muerte. Al año siguiente, en diciembre de 1972, regresa a Chile ya con el diagnóstico definitivo para refugiarse en Isla Negra donde, pese a la enfermedad que lo aquejaba, sigue escribiendo aún más aceleradamente apurando al máximo su ritmo de producción. Neruda pretendía sorprender a sus lectores y amigos, algo muy usual en él, el día de la celebración de su 70 cumpleaños (el 12 de julio de 1974) que le preparaba Salvador Allende en el teatro Caupolicán de Santiago de Chile, con una serie de poemarios escritos entre Francia e Isla Negra.
No pudo ser, el escritor muere el 23 de septiembre de 1973, menos de dos semanas después de que el Golpe Militar acabara con la democracia en Chile. Aún así dejó su último testimonio escrito en vida: Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena (1973), libro de contingencia y de compromiso político con el programa de la izquierda de instaurar el socialismo democrático en el país. Por otra parte, en su lucha personal contra la muerte, frente al avance de la enfermedad, el poeta parece ofrecer la resistencia de su escritura. Aparte de sus Memorias Confieso que he vivido (1974), nos dejó ocho poemarios póstumos, escritos casi simultáneamente: El mar y las campanas (1973), Jardín de invierno2000El corazón amarilloLibro de las preguntasElegía y Defectos escogidos, todos publicados en 1974, además de La rosa separada, que incluimos entre sus obras póstumas porque de este libro sólo existe, antes de la muerte de Neruda, una reducida edición de 99 ejemplares publicada en Francia en 1972.
Lo sorprendente, aparte de la cantidad de poemarios póstumos, es la variedad temática y de registros discursivos de este conjunto de obras en las que se conjuga la dolorosa abstracción reflexiva con el humor o la ironía con que el poeta pretende exorcizar el dolor ante su propio fin. Pero todos estos libros póstumos, a diferencia de su obra anterior, se caracterizan por poseer una sobrecarga metafórico-simbólica que pone de manifiesto la sombría expresión del poeta frente al enigma impenetrable de la existencia humana que nace para morir. Más aún, ahora que se trata de un inminente viaje sin retorno, con destino a lo desconocido, el sentimiento de la muerte en la poesía de Neruda se manifiesta como una esencial experiencia indagatoria, no de índole metafísica, sino como realidad concreta, ineludible, que se traduce en soledad y vacío, despojo de los seres amados, en definitiva, ausencias irrecuperables.
Así, en Jardín de invierno, refiriéndose a su propia existencia despojada de las presencias familiares, se pregunta por la pérdida de su propia vida en la muerte de los otros. Anclado en su jardín invernal el poeta convive con todas las ausencias, con todos los que se han ido y lo han dejado solo en la última estación de su vida. Allí donde ya no cabe la Primavera, el sujeto se ve a sí mismo en su precario existir, situado en el invierno de su vida, consciente de que ha de emprender su último viaje, pero decidido a asumir su destino perecedero, tal y como se puede apreciar en el poema titulado “La estrella”. Esta composición -a mi juicio, uno de las más logradas de su obra póstuma- con la que se cierra su Jardín de invierno, muestra al sujeto atado a su roca de Isla negra, como una imagen proteica, preparado para emprender su último viaje, plenamente consciente de su no regreso:
Bueno, ya no volví, ya no padezco
de no volver, se decidió la arena
y como parte de ola y de pasaje,
sílaba de la sal, piojo del agua,
yo, soberano, esclavo de la costa
me sometí, me encadené a mi roca.
No hay albedrío para los que somos
fragmento del asombro,
no hay salida para este volver
a uno mismo, a la piedra de uno mismo,
ya no hay más estrella que el mar.
Muy diferente a Jardín de invierno es su libro también póstumo titulado 2000, cuyos nueve poemas representan una suerte de viaje fantástico hacia el porvenir, al tiempo venidero, donde se instala el poeta para ser testigo de excepción de su propia realidad agónica y de la agonía del siglo en el que le tocó vivir. Sombría reflexión nerudiana sobre la humanidad que se autoaniquila en guerras y se confunde en mentiras y promesas incumplidas. Libro este que adquiere su registro más melancólico cuando el poeta, situado en el nuevo siglo, se interroga con profundo dolor por la persistencia de la miseria que ni el hombre ni su historia han sido capaces de remediar, como se puede apreciar en el siguiente fragmento del poema titulado “Los hombres”, donde el poeta adelantándose a su tiempo finge haber llegado al siglo venidero:
Tiempo inicial: son estos barracones perdidos,
estas pobres escuelas, éstos aún harapos,
esta inseguridad terrosa de mis pobres familias,
esto es el día, el siglo inicial, la puerta de oro?
Yo, por lo menos, sin hablar de más, vamos, callado
como fui en la oficina, remendado y absorto,
proclamo lo superfluo de la inauguración:
aquí llegué con todo lo que anduvo conmigo,
la mala suerte y los peores empleos,
la miseria esperando siempre de par en par,
la movilización de la gente hacinada
y la geografía numerosa del hambre.

Si el libro 2000 representa en la ficción poética la proyección al tiempo venidero, otra de sus obras póstumas titulada Elegía cambia radicalmente el curso indagatorio del viaje nerudiano. Ahora el poeta se despide de Moscú, la ciudad amada donde se forjó la utopía socialista. Allí convoca a sus compañeros y camaradas con los que compartió los ideales revolucionarios y que también se fueron, desaparecieron con el tiempo. Efectivamente, este poemario es el producto poético de un viaje real: el que realiza Neruda acompañado por Matilde Urrutia desde París a Moscú en diciembre de 1971, con la esperanza de que la medicina soviética de entonces detuviera el avance de la grave enfermedad que lo aquejaba. Allí el sentimiento de soledad y desamparo se hace aún más intenso, sobre todo cuando se detiene en sus plazas a observar los monumentos a los héroes e intelectuales muertos. Esas estatuas, símbolos materiales del tiempo detenido, petrificado por la muerte, son para el poeta nada más que “vestigios congelados”, “despojos del alma”, como dice hablando para sí mismo en el poema XII del libro que comentamos.
Por otra parte, aunque Neruda recurre en este poemario al tradicional tópico del Ubi Sunt, tal fórmula elegíaca no es en su poesía una interrogante por los seres queridos y admirados que han muerto, sino por la progresiva pérdida de la propia vida en la muerte de otros. La muerte es, en definitiva, despojo, ausencia, pérdida concreta e irremplazable para el poeta que se siente solo, en otro tiempo, en otra realidad que no le pertenece y donde no se reconoce, lejos de los seres familiares que se han ido con el tiempo y los que, como él, están a punto de irse, tal y como se puede apreciar en el siguiente fragmento del poema XIX de este libro Elegía:
(…)
Si lo que queda aún en los rincones
de los sobrevivientes
está ya preparado para irse,
así sin despedirnos,
y entonces, cómo llegar a estrellarse
con las máscaras nuevas,
con palabras veloces
que vuelan resbalando en nuevas calles.
en nuevos laberintos?
El tiempo nos había acostumbrado
a este rostro, a estos ojos amarillos.
a esta razón, a este padecimiento,
y si ahora no están, cómo aprender
de nuevo el alfabeto de la vida?
Muy diferente al tono de Elegía es el registro poético de El corazón amarillo, otro libro póstumo de Neruda en el que, frente a la radical incertidumbre sobre su propio destino, el poeta se decanta por el humor. Se trata del humor de signo quevedesco, próximo al humor negro, que intenta exorcizar la inquietud, el temor frente a una realidad ineludible: la condición perecedera del hombre atrapado entre la vida y la muerte. La idea del tiempo, recurrente en este poemario, es la del tiempo en nosotros, la del tiempo que nos consume progresivamente la vida y nos conduce a la muerte. Inquietud sobre la temporalidad humana que da lugar a expresiones sentenciosas de amargo carácter irónico como la de su poema titulado “Filosofía”, donde afirma: “No se saca nada volando/ para escaparse de este globo/ que nos atrapó desde nacer…”
Pese a todo, el registro dominante en este libro póstumo es el humor, la ironía y, sobre todo, la autoironía con la que el poeta se enfrenta al paso del tiempo y a la decrepitud que éste lleva consigo. Un ejemplo ilustrativo es el siguiente poema narrativo de este libro El corazón amarillo titulado “Sin embargo me muevo”, donde el poeta contraviniendo con ironía las graves advertencias del médico que lo examina, duda entre optar por dedicarse a la meditación sobre el paso del tiempo o hacer lo que más le apetece, disfrutar la vida hasta sus últimos momentos:
De cuando en cuando soy feliz!
opiné delante de un sabio
que me examinó sin pasión
y me demostró mis errores.
Tal vez no había salvación
para mis dientes averiados,
uno por uno se extraviaron
los pelos de mi cabellera:
mejor era no discutir
sobre mi tráquea cavernosa:
en cuanto al cauce coronario
estaba lleno de advertencias
como el hígado tenebroso
que no me servía de escudo
o este riñón conspirativo.
Y con mi próstata melancólica
y los caprichos de mi uretra
me conducían sin apuro
a un analítico final.
Mirando frente a frente al sabio
sin decidirme a sucumbir
le mostré que podía ver,
palpar, oír y padecer
en otra ocasión favorable.
Y que me dejara el placer
de ser amado y de querer:
me buscaría algún amor
por un mes o por una semana
o por un penúltimo día.
El hombre sabio y desdeñoso
me miró con la indiferencia
de los camellos por la luna
y decidió orgullosamente
olvidarse de mi organismo.
Desde entonces no estoy seguro
de si debo obedecer
a su decreto de morirme
o si debo sentirme bien
como mi cuerpo me aconseja.
Y en esta duda yo no sé
si dedicarme a meditar
o alimentarme de claveles.
Si El corazón amarillo nos sorprende por el aparente distanciamiento irónico con que Neruda enfrenta la radical incertidumbre sobre su propio destino, más sorprendentes aún son las 314 interrogantes, arbitrariamente distribuidas en los 74 poemas que conforman la obra, también póstuma, titulada Libro de las preguntas. Son interrogantes en apariencia intrascendentes, formuladas en términos sencillos, cuyo registro humorístico oculta la inquietud nerudiana sobre su propio fin, como la que se condensa en los siguientes versos, aparentemente absurdos: “Si me muero y no me he dado cuenta/ a quién le pregunto la hora” (poema II). En otras ocasiones, la profundidad de la interrogante se disfraza de inocencia para preguntarse, con nostalgia, por la infancia perdida: “Dónde está el niño que yo fui,/ sigue dentro de mí o se fue” (XLIV), o cuando con inquietud se pregunta sobre la muerte constitutiva de la vida, comparando el hueso de una cereza con el esqueleto del hombre: “No crees que vive la muerte/ dentro del sol de una cereza?” (XXXVIII).
Las interrogantes, pese al humor, adquieren otro matiz cuando el poeta se pregunta sobre la incógnita de la vida y el destino humano: “No será nuestra vida un túnel/ entre dos vagas claridades?” (XXXV) dice con tono reflexivo refiriéndose a los límites de la existencia. El humor, por otra parte, se transforma en dolorida expresión cuando la mirada del poeta se vuelve sobre sí mismo, sobre su precaria vida de enfermo para preguntarse: “Qué pesan más en la cintura,/ los dolores o los recuerdos?” (XLV). En esta línea, quizás uno de los poemas paradigmáticos es el que transcribimos a continuación para ilustrar la orientación autorreflexiva y la condensada estructura de la poesía nerudiana en este Libro de las preguntas:
III
Dime, la rosa está desnuda,
o sólo tiene ese vestido?
Por qué los árboles esconden
el esplendor de sus raíces?
Quién oye los remordimientos
del automóvil criminal?
Hay algo más triste en este mundo
que un tren inmóvil en la lluvia?
Como se puede ver, los tres primeros dísticos son en apariencia preguntas intrascendentes que rayan en el absurdo, no sólo por su variedad sino por el sinsentido de las interrogantes. Pero el dístico final desmiente la aparente despreocupación con que han sido formuladas las interrogantes anteriores. ¿Quién no ha visto un viejo tren detenido bajo la lluvia en cualquiera de las estaciones ferroviarias de los pueblos del sur de Chile? Neruda recurre a esta imagen familiar utilizando la metáfora del tren, que en su alargamiento representa el devenir vital, el curso de la vida. Es un “tren” que está detenido -como él- en el límite de su vida, mientras la “lluvia”, símbolo material del tiempo, va borrando al sujeto, desrealizándolo, haciéndolo desaparecer. Poema magistral de Neruda que pone de relieve el hondo registro melancólico que se oculta tras el humor de la paradoja en este Libro de las preguntas.
Defectos escogidos es, al parecer, el último libro póstumo puesto en orden por el poeta para su publicación. Por su registro lírico, que conjuga el humor con el dolor, se relaciona más con el corazón amarillo que con El libro de las preguntas recién comentado. Reaparece en este poemario el gesto irónico de autocrítica que se había hecho habitual en la obra de Neruda desde su libro Estravagario (1958); pero ahora, en su poesía póstuma, la visión aparentemente despreocupada del sujeto enfrentado a la muerte se cubre de símbolos que aluden al límite de su vida, a su propio fin. Así, la imagen del poeta es la de un ser “fosilizado” en su progresivo deterioro, asociada a la metáfora residenciaria del “traje vacío”, como se puede ver en los siguientes fragmentos del poema titulado “Otro castillo”, de este libro Defectos escogidos:
No soy, no soy el ígneo,
estoy hecho de ropa, reumatismo,
papeles rotos, citas olvidadas,
pobres signos rupestres
en lo que fueron piedras orgullosas.
No soy, no soy el rayo
de fuego azul, clavado como lanza
en cualquier corazón sin amargura.
La vida no es la punta de un cuchillo,
no es un golpe de estrella,
sino un gastarse adentro de un vestuario,
un zapato mil veces repetido,
una medalla que se va oxidando
adentro de una caja oscura, oscura.
No pido nueva rosa ni dolores,
ni indiferencia es lo que me consume,
sino que cada signo se escribió,
la sal y el viento borran la escritura
y el alma ahora es un tambor callado
a la orilla de un río, de aquel río
que estaba allí y seguirá estando.
Si Neruda se hace acompañar por Francisco de Quevedo en la última etapa de su producción poética, también están presentes en su poesía póstuma otros clásicos españoles, como Jorge Manrique, a juzgar por los últimos versos del poema recién transcrito: la metáfora del río asociada al discurrir de la vida que va a dar a la mar que es morir. Sólo que para el poeta chileno, que no cree en trascendencias, la muerte inevitable es un viaje sin retorno, definitivo. Para él, después de la vida, sólo ha de quedar ese “porfiado esqueleto de palabras”, como dice en su libro 2000 refiriéndose al legado de su escritura.
Tal es el registro lírico también dominante en el siguiente y último libro póstumo de Neruda que comentamos en esta ocasión. Se trata del poemario titulado El mar y las campanas (1973), en el que la voz del poeta se hace canto sumergido, rumor de olas silenciosas en la inmensidad marina de Isla Negra. Uno de los procedimientos de gran rendimiento poético utilizado por Neruda en este libro es el de objetivar su propio fin hablando de sí mismo como si se tratara de otro. Así, las autorreferencias indirectas se suceden en los poemas: él es “el señor oxidado”, el que “no se murió”, al que se “le endurecieron los ojos”, al que “le creció una yedra en la mirada”. En otros poemas del mismo libro, como el que se titula “Se vuelve a yo como a una casa vieja”, reaparece la vieja metáfora del “traje vacío” que, en este caso, es “un traje lleno de agujeros”, así como también se reactualiza la imagen de la muerte como “un volver al pozo de sí mismo”:
Se vuelve a yo como a una casa vieja
con clavos y ranuras, es así
que uno mismo cansado de uno mismo,
como un traje lleno de agujeros,
trata de andar desnudo porque llueve,
quiere el hombre mojarse en agua pura,
en viento elemental, y no consigue
sino volver al pozo de sí mismo,
a la minúscula preocupación
de si existió, de si supo expresar
o pagar o deber o descubrir,
como si yo fuera tan importante
que tenga que aceptarme o no aceptarme
la tierra con su nombre vegetal,
en su teatro de paredes negras.
Como se puede ver, es notoria en esta etapa poética final de Neruda la recurrencia de símbolos usados en ciclos anteriores, pero con la particularidad de que ahora tales símbolos, imágenes y metáforas adquieren significación en el agónico sentimiento lírico dominante en su poesía póstuma. Así, el símbolo de la “red” se asocia al poder envolvente de la muerte en el poema titulado “Hay cuantas cosas…”; o bien, el valor simbólico del metal alude en este caso al metal caído y derruido por el tiempo en el poema que lleva por título “Esta campana rota…” Tal visión, ciertamente dolorida del poeta enfermo de muerte, tiene como horizonte el viaje final que irremediablemente ha de emprender este pasajero de la vida. Así lo vemos en Isla Negra, esperando con incertidumbre -pero ya con cierta impaciencia-, la nave funeraria que ha de venir a buscarlo para el viaje definitivo:
Parece que un navío diferente
pasará por el mar, a cierta hora.
No es de hierro ni son anaranjadas
sus banderas:
nadie sabe de dónde
ni la hora:
todo está preparado
y no hay mejor salón, todo dispuesto
al acontecimiento pasajero.
Está la espuma dispuesta
como una alfombra fina,
tejida con estrellas,
más lejos el azul,
el verde, el movimiento ultramarino,
todo espera…
(“Parece que un navío diferente”: fragmento)
De acuerdo con lo planteado hasta aquí, si hubiera que definir una poética póstuma de Neruda, habría que decir que esta no es sino un esencial intento por penetrar el misterio de la muerte constitutiva de la vida a través de un viaje indagatorio en el tiempo, como lo pone de relieve su poesía última. Al final del viaje al interior de sí mismo, como hemos podido ver en el poema transcrito, el escritor -cansado ya de su precario existir- parece acomodarse a su destino de hombre perecedero. Pese a todo, el último poema que escribió Neruda no es de índole funeraria, sino un poema de amor dedicado a Matilde Urrutia. Es el más conmovedor homenaje que el poeta le ofrenda a su amada cuando está postrado en su lecho de muerte. Es un mensaje de reconocimiento y gratitud por su abnegación, por acompañarlo en el vía crucis que representó para ambos la enfermedad incurable que los sorprendió en Paris y los hizo regresar a Isla Negra. Se titula precisamente “Final” y con él se cierra el libro El mar y las campanas, que precisamente pone punto y final a la poesía de Neruda. Su última estrofa, de infinita ternura, representa al poeta acunado como un niño, cada noche de zozobra, en las manos protectoras y maternales de la amada, como si hubiera vuelto al vientre materno:
Matilde, años o días
dormidos, afiebrados,
aquí o allá,
clavando,
rompiendo el espinazo,
sangrando sangre verdadera,
despertando tal vez
o perdido, o dormido:
camas clínicas, ventanas extranjeras,
vestidos blancos de las sigilosas,
la torpeza de los pies.
Luego estos viajes
y el mío mar de nuevo:
tu cabeza en la cabecera.
Tus manos voladoras
en la luz, en mi luz,
sobre mi tierra.
Fue tan bello vivir
cuando vivías!
El mundo es más azul y más terrestre
de noche, cuando duermo
enorme, adentro de tus breves manos.
Hasta aquí estas reflexiones sobre la poesía póstuma de Pablo Neruda que ciertamente se alejan de la tradicional imagen que se tiene del poeta del amor, de la vida o del escritor combativo, comprometido social y políticamente con la realidad de su pueblo. Ahora, al final de su vida, el poeta emprende el viaje al interior de sí mismo para enfrentarse a la única e ineludible realidad del hombre: su condición perecedera.
(Las Palmas, 31 de enero de 2009.)


Osvaldo Rodríguez Pérez (Chile) es catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria y especialista en la obra de Neruda.

Fuente: Manuel Díaz Martínez (blog). 16 / 07 / 2009. (Texto y fotografía). Recuperado de:


                                                Casa de Pablo Neruda (Isla Negra – Chile).