LA CARPETA
Eran las siete de la
mañana. La muchacha fijó su mirada hacia atrás: la cola de personas era
interminable. Como de costumbre le acompañaba aquella carpeta impecable, cuidando que nada manchara sus
sueños y años de esfuerzo y estudio, sus méritos como alumna destacada en el
colegio y en los estudios superiores. Nerviosa otra vez, esperaba con ansias
ingresar a la oficina del funcionario encargado de dar los nombramientos y
convertir los sueños en realidad. Ya había advertido en anteriores visitas al
lugar, que a veces llegaba tarde o quizá ni siquiera asomaba el hombre. En
aquellas ocasiones se difundieron los mensajes que no llegaría porque tenía una
ocupación, sin mayores detalles. Sin embargo, en la puerta estaba el aviso: Atención
al público. De ocho de la mañana a doce del mediodía. Habían pasado unos
minutos desde las ocho de la mañana, de repente pasó el funcionario con su
pose: orondo y gallardo, abriéndose paso entre la multitud. Se formó una gran
calle de honor para el burócrata,
que de algún modo llegó al poder. Solo se escuchó el melodioso canto: “¡Buenos
días!” y un movimiento ocioso de los labios del hombre en respuesta al saludo
de los presentes. Ingresó a su oficina seguido de unos cuantos señores
importantes que llegaron desde atrás y quién sabe de dónde salieron; mientras
expresaban con la más pura amabilidad: “¡Señor director! ¡Un ratito nada más!”
Entonces para ellos se dibujó la sonrisa en el rostro del flamante director,
que asintiendo con su cabeza hizo pasar a la tropa, por cierto, muy distinguida en
la ciudad. La puerta se cerró y los silbidos y abucheos se quedaron presos en
los corredores, trepando por las paredes, tratando de ingresar por alguna
rendija. La aspirante temerosa pero confiada creyó que, al encontrarse entre
las primeras de la fila, pronto ingresaría. Callada, vigilaba cada momento el tictac de su pulsera. Entre suspiros
silenciosos, en sus pensamientos se dibujaban los rostros de sus excompañeros,
atareados con las faenas, gastando en alguna tienda el dinero ganado… y
aquellos, los más vagos del salón,
saliendo de terno y corbata de alguna oficina; mientras sus aspiraciones
cabeceaban en aquella carpeta. Para amortiguar la espera, los presentes
dialogaban de cualquier cosa, tratando de esconder la razón por la se
encontraban formando esa columna: quieta anaconda golosa, que descansaba con la
panza llena de anhelos. Los personajes que habían ingresado intempestivamente,
comenzaron a abandonar la oficina. Se
escuchó el sonido de las campanas de la catedral golpeando nueve, diez y once
veces; pero la columna siguió paralizada. Para todos, la
espera debía valer la pena. De pronto salió el director, levantando su voz
exclamó: “¡Hoy no voy a atender! ¡Tengo una reunión!" Se escucharon los
gritos…: “¡Por favor…!” “¡Estamos desde la mañana…!” “¡He venido dos días…!”...
Sin dar oído, se alejó marchando firme por los corredores. La chica no esperó
dos veces, sintiendo que su oportunidad se escurría, corrió detrás del director
diciendo: “¡Señor director, escúcheme…!” El hombre se detuvo ,dio media vuelta,
le miró a la muchacha e insolente empezó con su monólogo: “ ¡Ah, es usted!...
¡Dígame, señorita!, ¡pero rapidito!, ¡estoy ocupado! ¡y si me va a pedir un
puesto!... ¡por ahora no hay nada! ¡Solo tiene que esperar… que alguien muera!”
La muchacha enmudeció y un eco lejano viajó por sus tímpanos repitiendo una y
otra vez: “¡Qué alguien muera!”, en tanto su carpeta se derretía poco a poco
entre sus dedos…
(2021)
Licenciada en Ciencias de la Educación.
Profesora de Literatura y Lengua Española.
Escribe cuentos. Integra el Taller Literario
dirigido por el escritor Daniel Calero.
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