Fragmento:
Hace unos diez años inicié con una mujer la relación más larga de mi vida, dos años, aunque el secreto de su duración no era que hubiese encontrado algo parecido a la muer ideal para mis deficiencias, ni que yo atravesase una etapa equilibrada y plácida, ni que las relaciones sexuales que manteníamos fuesen tan fogosas y satisfactorias que minimizaban las posibles desavenencias, sino sencillamente que durante esos dos años sólo convivimos de verdad ocho meses, de los cuales los cuatro últimos los pasé pensando cómo decirle sin hacerle daño -esa misión imposible que se propone uno una y otra vez- que quería separarme de ella.
-Separarte -me dijo-.¿cuándo has estado junto a mí?
Por lo general, en el momento de la separación, aparte de una serie de reproches, suelo recibir un diagnóstico de mis flaquezas, y siempre, irremediablemente, soy declarado culpable del fracaso, lo que, teniendo en cuenta mi condición de multirreincidente, ni siquiera a mí me parece descabellado, aunque agradecería también de vez en cuando un mínimo de autocrítica de parte de mis compañeras.
-Llevamos dos años juntos -respondí, no porque ignorase la afirmación sobreentendida en su pregunta, sino porque me produce un enorme alivio escuchar las acusaciones del fiscal, quizá porque las acepto y no me veo obligado a defender mi inocencia, y siempre es más fácil separarse tras ese proceso sumarísmo que soltarse de una relación en la que las acusaciones son implícitas, las sospechas insinuadas. El veredicto es fundamental para empezar una nueva vida.
-Siempre juegas con el equipo de suplentes -fue mi única novia aficionada al fútbol-. Así que contigo se tiene la sensación de no estar jugando el partido de verdad; una que se cree que ha llegado el acontecimiento importante, el del juego, el de los momentos decisivos, y poco a poco se da cuenta de que aquello es un entrenamiento, porque el contrario no está presente en el campo, y ha enviado a representarle a una versión descolorida de sí mismo. No juegas, no te implicas, no te arriesgas. No me extraña que vengas de la familia que vienes: un padre que se fue a comprar tabaco, una madre que ha vivido sola, sin relacionarse con nadie.
-Deja a mis padres.
-¿Lo ves? Los defiendes. Porque te identificas con ellos. No has llegado a adulto.
Fuente:
Ovejero, José. La invención del amor.Madrid: Alfaguara, 2013, pp. 139-140
Foto: Capturada en internet.