Pablo Palacio (1906 - 1947)
UN HOMBRE MUERTO A
PUNTAPIÉS
“¿Cómo echar al canasto los palpitantes
acontecimientos callejeros?”
“Esclarecer la
verdad es acción moralizadora.”
EL COMERCIO de
Quito
“Anoche, a las
doce y media próximamente, el Celador de Policía Nº 451, que hacía el servicio
de esa zona, encontró, entre las calles Escobedo y García, a un individuo de
apellido Ramírez casi en completo estado de postración. El desgraciado sangraba
abundantemente por la nariz, e interrogado que fue por el señor Celador dijo
haber sido víctima de una agresión de parte de unos individuos a quienes no
conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El Celador invitó al agredido
a que le acompañara a la Comisaría de turno con el objeto de que prestara las
declaraciones necesarias para el esclarecimiento del hecho, a lo que Ramírez se
negó rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber, solicitó
ayuda de uno de los chaufferes de la estación más cercana de autos y condujo al
herido a la Policía, donde, a pesar de las atenciones del médico, doctor Ciro
Benavides, falleció después de pocas horas. “Esta mañana, el señor Comisario de
la 6a ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado
descubrirse nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo
único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso.
Procuraremos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a
propósito de este misterioso hecho.” No decía más la crónica roja del Diario de
la Tarde. Yo no sé en qué estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es
que reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo
más hilarante de cuanto para mí podía suceder.
Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el
Diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo
que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y
García. Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase
hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés! Y todas las letras danzaban ante mis
ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir la escena callejera o
penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba a un ciudadano de
manera tan ridícula. Caramba, yo hubiera querido hacer un estudio experimental;
pero he visto en los libros que tales estudios tratan sólo de investigar el
cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era esta, de reconstrucción y
la que averigua las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro a
puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la
segunda. Bueno, el porqué de las cosas dicen que es algo incumbente a la
filosofía, y en verdad nunca supe qué de filosófico iban a tener mis
investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me
anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa. -Esto es
esencial, muy esencial. La primera cuestión que surge ante los que se enlodan
en estos trabajitos es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes
de la Universidad, los de los Normales, los de los Colegios y en general todos
los que van para personas de provecho. Hay dos métodos: la deducción y la
inducción (Véase Aristóteles y Bacon). El primero, la deducción me pareció que
no me interesaría. Me han dicho que la deducción es un modo de investigar que
parte de lo más conocido a lo menos conocido. Buen método: lo confieso. Pero yo
sabía muy poco del asunto y había que pasar la hoja. La inducción es algo
maravilloso. Parte de lo menos conocido a lo más conocido... (¿Cómo es? No lo
recuerdo bien... En fin, ¿quién es el que sabe de estas cosas?). Si he dicho
bien, este es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir.
Induzca, joven. Ya resuelto, encendida la pipa y con la formidable arma de la
inducción en la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer. -Bueno, ¿y cómo
aplico este método maravilloso? - me pregunté. ¡Lo que tiene no haber estudiado
a fondo la lógica! Me iba a quedar ignorante en el famoso asunto de las calles
Escobedo y García sólo por la maldita ociosidad de los primeros años.
Desalentado, tomé el Diario de la Tarde, de fecha 13 de enero -no había
apartado nunca de mi mesa el aciago Diario- y dando vigorosos chupetones a mi
encendida y bien culotada pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada.
Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio - ¡una honda línea en el
entrecejo es señal inequívoca de atención! Leyendo, leyendo, hubo un momento en
que me quedé casi deslumbrado. Especialmente el penúltimo párrafo, aquello de
“Esta mañana, el señor Comisario de la 6a ...” fue lo que más me maravilló. La
frase última hizo brillar mis ojos “Lo único que pudo saberse, por un dato
accidental, es que el difunto era vicioso.” Y yo, por una fuerza secreta de
intuición que Ud. no puede comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras
prodigiosamente grandes.
Creo que fue una revelación de Astartea. El único
punto que me importó desde entonces fue comprobar qué clase de vicio tenía el
difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era... No, no lo digo
para no enemistar su memoria con las señoras... Y lo que sabía intuitivamente
era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible, con pruebas.
Para esto, me dirigí donde el señor Comisario de la 6a quien podía darme los
datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar nada. Casi no
acierta a comprender lo que yo quería. Después de largas explicaciones me dijo,
rascándose la frente: - ¡Ah! sí... El asunto ese de un tal Ramírez... Mire que
ya nos habíamos desalentado... ¡Estaba tan oscura la cosa! Pero, tome asiento;
por qué no se sienta señor... Como Ud. tal vez sepa ya, lo trajeron a eso de la
una y después de unas dos horas falleció... el pobre. Se le hizo tomar dos
fotografías, por un caso... algún deudo... ¿Es Ud. pariente del señor Ramírez?
Le doy el pésame... mi más sincero... -No, señor -dije yo indignado-, ni
siquiera le he conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia y nada
más... Y me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah? “Soy un
hombre que se interesa por la justicia” ¡Cómo se atormentaría el señor
Comisario! Para no cohibirle más, apresuréme: -Ha dicho usted que tenía dos
fotografías. Si pudiera verlas... El digno funcionario tiró de un cajón de su
escritorio y revolvió algunos papeles. Luego abrió otro y revolvió otros
papeles. En un tercero, ya muy acalorado, encontró al fin. Y se portó muy
culto: -Usted se interesa por el asunto. Llévelas no más caballero... Eso sí,
con cargo de devolución -me dijo, moviendo de arriba a abajo la cabeza al
pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente sus dientes
amarillos-. Agradecí infinitamente, guardándome las fotografías. -Y dígame usted,
señor Comisario, ¿no, podría recordar alguna seña particular del difunto, algún
dato que pudiera revelar algo? -Una seña particular... un dato... No, no. Pues,
era un hombre completamente vulgar. Así más o menos de mi estatura -el
Comisario era un poco alto-; grueso y de carnes flojas. Pero; una seña
particular... no... al menos que yo recuerde... Como el señor Comisario no
sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo. Me dirigí presuroso a mi
casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que
con aquel dato del periódico eran preciosos documentos. Estaba seguro de no
poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había
puesto a mi alcance. Lo primero es estudiar al hombre, me dije. Y puse manos a la
obra. Miré y remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio
completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba
descubrir sus misterios. Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a
aprenderme de memoria el más escondido rasgo.
Esa protuberancia fuera de la frente; esa larga y
extraña nariz ¡que se parece tanto a un tapón de cristal que cubre la poma de
agua de mi fonda!, esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese
cabello lacio y alborotado. Cogí un papel, tracé las líneas que componen la
cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluido, noté que
faltaba algo; que lo que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un
detalle complementario e indispensable... ¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y
completé el busto, un magnífico busto que de ser de yeso figuraría sin
desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer. Después...
después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al
cráneo con un clavito, así como en las iglesias se las pegan a las efigies de
los santos. ¡Magnífica figura hacía el difunto Ramírez! Mas, ¿a qué viene esto?
Yo trataba... trataba de saber por qué lo mataron; sí, por qué lo mataron...
Entonces confeccioné las siguientes lógicas conclusiones: El difunto Ramírez se
llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede
llamarse de otra manera); Octavio Ramírez tenía cuarenta y dos años; Octavio
Ramírez andaba escaso de dinero; Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por
último, nuestro difunto era extranjero. Con estos preciosos datos, quedaba
reconstruida totalmente su personalidad. Sólo faltaba, pues, aquello del motivo
que para mí iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia. La intuición me
lo revelaba todo. Lo único que tenía que hacer era, por un puntillo de
honradez, descartar todas las demás posibilidades. Lo primero, lo declarado por
él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente
absurdo que se victime de manera tan infame a un individuo por una futileza
tal. Había mentido, había disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y
lo había dicho porque lo otro no quería, no podía decirlo. ¿Estaría beodo el
difunto Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían advertido enseguida
en la Policía y el dato del periódico habría sido terminante, como para no
tener dudas, o, si no constó por descuido del reporter, el señor Comisario me
lo habría revelado, sin vacilación alguna. ¿Qué otro vicio podía tener el
infeliz victimado? Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo.
Lo prueba su empecinamiento en no querer declarar las razones de la agresión.
Cualquier otra causal podía ser expuesta sin sonrojo. Por ejemplo, ¿qué de
vergonzoso tendrían estas confesiones: “Un individuo engañó a mi hija; lo
encontré esta noche en la calle; me cegué de ira; le traté de canalla, me le
lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado” o
“Mi mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él, más
fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra mí” o “Tuve unos líos
con una comadre y su marido, por vengarse, me atacó cobardemente con sus
amigos”. Si algo de esto hubiera dicho a nadie extrañaría el suceso. También
era muy fácil declarar: “Tuvimos una reyerta”.
Pero estoy perdiendo el tiempo, que estas hipótesis
las tengo por insostenibles: en los dos primeros casos, hubieran dicho algo ya
los deudos del desgraciado; en el tercero su confesión habría sido inevitable,
porque aquello resultaba demasiado honroso; en el cuarto, también lo habríamos
sabido ya, pues animado por la venganza habría delatado hasta los nombres de
los agresores. Nada, que a lo que a mí se me había metido por la honda línea
del entrecejo era lo evidente. Ya no caben más razonamientos. En consecuencia,
reuniendo todas las conclusiones hechas, he reconstruido, en resumen, la
aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García, en estos términos: Octavio
Ramírez, un individuo de nacionalidad desconocida, de cuarenta y dos años de
edad y apariencia mediocre, habitaba en un modesto hotel de arrabal hasta el
día 12 de enero de este año. Parece que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy
escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos, ni aun extraordinarios,
especialmente con mujeres. Había tenido desde pequeño una desviación de sus
instintos, que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un impulso fatal,
hubo de terminar con el trágico fin que lamentamos. Para mayor claridad se hace
constar que este individuo había llegado sólo unos días antes a la ciudad,
teatro del suceso. La noche del 12 de enero, mientras comía en una oscura
fonducha, sintió una ya conocida desazón que fue molestándole más y más. A las
ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo. En una ciudad
extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento que de
ella tenía, le azuzaba poderosamente. Anduvo casi desesperado, durante dos
horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus ojos brillantes
sobre las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía de cerca,
procurando aprovechar cualquiera oportunidad, aunque receloso de sufrir un
desaire. Hacia las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y
sentía en los ojos un vacío doloroso. Considerando inútil el trotar por las
calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre
regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose
a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos. Al llegar a la calle Escobedo
ya no podía más. Le daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre que
pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle de sus torturas... Oyó, a
lo lejos, pasos acompasados; el corazón le palpitó con violencia; arrimóse al
muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de un obrero
llenaba casi la acera. Ramírez se había puesto pálido; con todo, cuando aquél
estuvo cerca, extendió el brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó
bruscamente y lo miró. Ramírez intentó una sonrisa melosa, de proxeneta
hambrienta abandonada en el arroyo. El otro soltó una carcajada y una palabra
sucia; después siguió andando lentamente, haciendo sonar fuerte sobre las
piedras los tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora apareció otro
hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una galantería
que contestó el transeúnte con un vigoroso empellón. Ramírez tuvo miedo y se
alejó rápidamente.
Entonces, después de andar dos cuadras, se encontró en
la calle García. Desfalleciente, con la boca seca, miró a uno y otro lado. A
poca distancia y con paso apresurado iba un muchacho de catorce años. Lo
siguió.
- ¡Pst! ¡Pst!
El muchacho se detuvo.
-Hola rico... ¿Qué haces por aquí a estas horas?
-Me voy a mi casa... ¿Qué quiere?
-Nada, nada... Pero no te vayas tan pronto, hermoso...
Y lo cogió del brazo. El muchacho hizo un esfuerzo para separarse.
- ¡Déjeme! Ya le digo que me voy a mi casa. Y quiso
correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado,
llamó gritando:
-¡Papá! ¡Papá!
Casi en el mismo instante, y a pocos metros de
distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la una calle. Apareció un
hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo. Al
ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con
ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso y mudo.
-¿Qué quiere usted, so sucio? Y le asestó un furioso
puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo
doloroso. Epaminondas, así debió llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel
pícaro, consideró que era muy poco castigo un puntapié, y le propinó dos más,
espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba
como una salchicha. ¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés! Como el
aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer
de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una
nuez entre los dedos; ¡o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato
contra otra nariz! Así: ¡Chaj! con un gran espacio sabroso. ¡Chaj! Y después:
¡cómo se encarnizaría Epaminondas, agitado por el instinto de perversidad que
hace que los asesinos acribillen sus víctimas a puñaladas! ¡Ese instinto que
presiona algunos dedos inocentes cada vez más, por puro juego, sobre los
cuellos de los amigos hasta que queden amoratados y con los ojos encendidos!
¡Como batiría la suela del zapato de Epaminondas sobre
la nariz de Octavio Ramírez!
¡Chaj!
¡Chaj!¡Chaj! vertiginosamente,
en tanto que mil lucesitas, como agujas, cosían las
tinieblas.
Pablo Palacio